Incorporaremos un abono verde de verano con un buen contenido en carbono (nabos o sorgo forrajero ya encañado, por ejemplo). Los hongos lo romperán en moléculas más simples y el frío invernal condensará parte de ellas en la reserva de humus. Tengamos en cuenta que una vez la tierra se enfría (por debajo de 10-15 ºC) o se encharca, los microorganismos no cocinarán nada de lo que les demos. Por tanto, o nos adelantamos unos 30 o 40 días a ese momento o es mejor esperar y elegir una estrategia primaveral. Y lo mismo con los restos de cultivo picados, como la primera tanda de coles que cosechamos a final de septiembre o primeros de octubre. Para restos más leñosos, como los de solanáceas, debemos tener cuidado según el cultivo que venga después, ya que es posible que no podamos plantar nada hasta bien entrada la siguiente primavera; y, además, conviene ayudarles con un poco de estiércol.
Seguiremos la misma dinámica con el compost, sobre todo cuando es joven. Es el momento más seguro para aportar estiércol en superficie si no podemos aplicarlo compostado. Eso sí, es muy difícil predecir cómo se comportará un estiércol crudo.
Para evitar la pérdida de nutrientes, en climas lluviosos es mejor afrontar en primavera el cuidado y reposición del humus en la medida que nuestra tierra y rotación lo permitan. En este caso elegiremos compost maduro para evitar problemas de retrasos.
Hay tierras como las arenosas, o con tendencia al lavado, con peor predisposición a generar humus estable. Esto obliga a pensar más en alimentar al cultivo que en recargar la despensa. Sin embargo, la arcilla y el calcio garantizan que un aporte en otoño, en luna descendente y preferiblemente menguante, llenará la despensa del misterioso pero imprescindible humus, sin el cual la tierra no funciona.
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